En los años 70 en California se hizo un experimento en la Universidad de Stanford. Se encerró a noventa y dos niños de cuatros años de edad en un aula. Consistía en realizar un experimento típico de psicología social. Se le entregó a cada niño una chocolatina y se les dijo: “Os vamos a dejar solos. Vamos a salir del aula, y cuando volvamos, el que se haya comido la chocolatina, pues se la habrá comido. Al que no se la haya comido, le daremos otra de premio”. Al salir, hubo niños que se abalanzaron sobre la chocolatina, otros se fueron a jugar a otro sitio para no verla. Otros la guardaron. Otros se comieron la suya y la del compañero.
Tras cuarenta años, se analizó la vida de aquellos chicos. El 80% de los niños que no se habían comido la chocolatina ocupaban puestos de responsabilidad, frente al 10% de los que si se la comieron. La tasa de divorcio era cuatro veces superior entre los que se la habían comido que entre los que no lo hicieron.
La investigación, además de demostrar que las actitudes a edades tempranas tienen su reflejo posterior en la vida adulta, nos evidencia el amplio espectro de conductas que van derivando en consecuencias más o menos tangibles y cuantificables a corto plazo, pero también con implicaciones en nuestros modelos de vida a largo plazo.
Conseguir dominar el impulso, demorando o eludiendo la gratificación es tan válido para la chocolatina como para aprobar los exámenes, meter a la empresa en beneficios o mantener los principios y valores fundamentales cuando arrecia el temporal. Aquellos que consiguieron vencer el impulso y se encontraron con dos chocolatinas interiorizaron que el esfuerzo merece la pena. Que el tesón, la constancia y la paciencia forman parte del triunfo. Aprendieron que la chocolatina llega, aunque se retrase demasiado, más dulce sabrá.
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