Pero cuando hablamos de negocios y cambiamos al amado por el cliente nos hacemos mucho menos exigentes, y, con tal de vender, de facturar, somos capaces de casarnos con todos. Incluso practicamos la promiscuidad de manera convulsiva sin temer que el titular pueda entrar por la puerta en el momento menos esperado y pillarnos en infidelidad manifiesta.
No debería ser así. Lejos de entrar en disquisiciones marquetinianas, un buen cliente debe tener, como ingredientes: rentabilidad (mutua), confianza (mutua), lealtad (y que atraiga amigos). Debe ser transparente, exigente, profesional, aportar volumen, tener capacidad de crecimiento y otorgar prestigio, entre otros.
Lo habitual, como las parejas del amor, es que todas esas características no puedan maximizarse a la vez, para eso la realidad es terca, pero si debemos de sopesar cual de ellas es imprescindible para nuestra empresa y hacer un pequeño ejercicio de ponderación de criterios.
El bienestar de ese grupo de personas es clave para su rendimiento, para la rentabilidad de la empresa. Y aquí es donde el amor vuelve a cerrar el círculo pues el bienestar debe ser laboral, social, en comunidad, económico y físico.
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