miércoles, 5 de octubre de 2011

La aberrante igualdad

El hábito de manosear algunos términos, ciertos conceptos, que los usemos de coletilla y que los pongamos en todos los titulares hace que los agotemos, que nos cansemos de ellos y que pierdan su identificad y significado. Es el caso de la idea de la tercera edad. Ahora queda ñoño utilizar el término pues la esperanza de vida se alarga y la calidad de esa vida ha mejorado de forma considerable en los últimos tiempos. Se buscan palabras para sustituirlo, parece que está tomando fuerza lo de, el otoño de la vida. Muy propio por cierto en esta época.

Pero el otoño no llega igual para todos, en realidad es lógico, no somos iguales, ninguna persona es igual a otra. Mandan los cánones sin embargo, y es curioso como ellas envejecen mientras ellos maduran. La cana y la arruga puede ser deseada y a la vez, temida.

Puede no haber nada tan cruel como los estereotipos, como la obligación de responder a los cánones, como la necesidad de sentirse bien a la mirada de los otros. Y como seres sociales que somos, por mucho que nos mentalicemos que lo importante es estar contento con uno mismo, acabamos volviendo al tópico de que, con la edad, ellas pierden frescura, atractivo, hermosura y ellos ganan experiencia, sensatez, cordura. Son muchos siglos de culto a la doncella y al gran capitán los que hay que vencer.

Dejando a un lado clichés sexistas, es necesario considerar que las diferencias son buenas, interesantes, atractivas, es fantástico que no exista otro yo semejante. En realidad, la igualdad es aberrante, no existe mayor falacia que apostar por un mundo con iguales, porque en realidad todos somos diferentes, y precisamente en la diferencia está el estímulo.

Estímulo para atraer, estímulo para cautivar, estímulo para conversar, estímulo para construir, estímulo para evolucionar, estímulo para compartir, y también estímulo para huir, rechazar, odiar…

Sin diferencias no hay estímulo, que no falten, son la sal de la vida.

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