Aquí, ninguna estación irrumpe de tal manera en el calendario como
el otoño. Resulta, sin duda alguna el momento en el que, de
manera más contundente, la meteorología solicita un cambio en la vida diaria.
De repente, el gris se adueña del cielo, el aire se torna
frío y húmedo y el olor a tierra mojada impregna el ambiente. Muchas hojas no
se resisten y se columpian hasta dejarse dormir sobre la madre Tierra.
Miramos extrañados el reloj cuando apreciamos que aún no ha
amanecido o que la noche se nos vino encima, el pañuelo se adueña del bolsillo
y los más coquetos podemos rescatar nuestras pañoletas, gorros y suéteres del
fondo del cajón del armario.
Llegan horas de recogimiento después de una sesión de
puertas abiertas que ha durado casi ocho meses, rescatamos libros a medio leer
y aficiones de sobremesa. Compramos nuevos sabores de té y hasta nos animamos
con alguna antigua receta de postres caseros.
Fuera, allí fuera, donde las noches se hacen recias y el
viento es el señor de montañas y valles, de bosques y marismas la vida también
cambia. Algunos ocupantes se han ido, pero los bandos de avefrías llaman la
atención a pies de carretera, las lavanderas se derraman cada día por los
campos y los celestiales trompeteos de las grullas ponen el complemento
perfecto a la invernal dehesa.
Una dulce tormenta ha llegado para quedarse unas semanas, respira
belleza en sus flecos. Espantemos al gris que pretende pegársenos al cuerpo y llevemos
la contraria al frio que nos invita a agachar la vista. Levantémosla, miremos
al frente y lejos, el horizonte sigue estando allí, cargado de nuevos matices,
de renovados tonos.
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