Determinismo y frustración
Podemos
equivocarnos y provocar que nuestras decisiones y acciones causen un resultado
inesperado o indeseado. Si aumentamos nuestro grado de conocimiento, igualmente
se aumentan las probabilidades de evitar esos ingratos efectos. En otras
palabras, cuanto mayor sea la certeza de la relación causa-efecto, más posibilidades
tendremos que sea verdadera.
La realidad nos
sitúa en numerosas ocasiones en el polo opuesto, es decir, controlamos apenas
algunas de las numerosas variables que inciden sobre nuestros actos, sobre
nuestra vida, lo que hace que sintamos a menudo la sensación de estar a merced
del destino por mucho que queramos hacer, por mucho que nos empeñemos. Por
mucho que nos esforcemos nuestro futuro parece estar echado.

Las teorías deterministas parecen colarse por
cualquier resquicio y aparecen en la genética, en la psicología, en la
biología, en las conductas sociales y en las individuales, hasta en la
economía. Poco me extrañaría que en breve algún político apelara a razones
deterministas para explicar la situación actual.
El hombre renacentista que aún conservamos,
el hombre moderno, el de ciencias, el tecnológico que gusta pensarnos, lucha contra
su determinismo y quiere tomar las riendas de su propio destino, es ese el
germen de una gran nación, es el sueño americano. Como si de un gesto rabioso
se tratase, solemos renunciar a nuestro determinismo cuando peor nos va.
Llama poderosamente mi atención como esa
actitud parecemos querer trasladarla a las siguientes generaciones como
diciéndoles a los niños en un mensaje tácito aquello de “no caigas en el mismo
error que yo”, y cargamos las historias, los cuentos, las fábulas, de mensajes
antideterministas.

Enseñemos a los niños que cada día tienen que
trabajar, que aprender, que ser mejores, que construir su futuro, y como si de
muchos Beautiful Boys se tratasen, no dejemos de decirles, a ellos, y también a
nosotros mismos, que la vida es aquello que pasa mientras estamos ocupados en
hacer otros planes.
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