Cuando viajo al sur, encuentro bastantes cosas buenas e
intento que alguna de ellas se quede en mí. En mí, dentro de mí, hacerla mía y
llevarla así, conmigo, donde quiera que vaya.
La gente del Sur, sobre todo los beréber y los beduinos,
después del acto protocolario del saludo, ese en que dan los buenos días,
preguntan por el estado físico y anímico, se interesan por la familia, etc. Ese
pequeño recibimiento, excesivamente largo y pesado para los occidentales,
acostumbrados al buenos días y apretón de manos que apenas ocupa un segundo,
los beréber, después de todo eso, te fijan la mirada.
Es apenas un instante, se quedan callados, abren sus ojos
como no lo habían hecho antes, y los clavan en los tuyos.
Es una mirada incisiva, exploradora, preguntona, que te
desnuda y te revela.
Es esa mirada la que les sirve para conocer a las
personas. El grado de bondad y honestidad, su sinceridad y también sus
capacidades. Te conocen a partir de ahí, y, con ese breve, pero intenso y
silencioso análisis, te dan su confianza o te la retiran.
Allí cierran los tratos con la mirada antes que con la
mano o la firma. Cuando te miran y te dicen conforme, o no hay problema, o eso
está hecho, puedes dar por seguro que así será.
He visto como esa mirada deja fulminado a más de uno que
se la toman como una agresión personal. Ante el ataque sorpresa, cuando la
guardia está descuidada, agachan la mirada y dan un instintivo paso atrás, como
queriendo ganar distancia y buscando una vía de evasión. Y también he visto a
los que se han sentido cómodos y reconfortados por ese interrogatorio visual exprés.
Cuando vuelvo al norte, de forma casi inconsciente me
detengo más en los ojos de los otros. Enriquece
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