La elección, el dilema, optar por arrancar una educación y
una vida marcadas por las ciencias o por las letras nos lo pone la vida encima
de la mesa en plena efervescencia de la pubertad. En un momento en que nos
preocupa mucho más descubrir el mundo a través de la sexualidad, nos piden que elijamos
si nos metemos debajo del brazo libros de cálculo o de latín.
Además de considerar aquello que más nos gusta, aquello que
se nos da mejor, tenemos que sopesar hacia donde nos lleva esa decisión. Porque
las carreras de éxito, las de prestigio, las bien remuneradas son las
relacionadas con las ciencias: médicos, ingenieros, arquitectos, economistas. Y
las carreras de letras son para los románticos, los idealistas. Los licenciados
en bellas artes, los filósofos o los literatos no suelen ser el modelo a seguir,
sobre todo cuando también comprobamos en esos libros que la mayor parte de
ellos son reconocidos muchos años después de su muerte. Triunfar después de
morir, para qué nos preguntamos, justo en un momento en el que lo más
importante es exprimir la vida.
Elegir entre ciencias y letras se asocia pues al objetivo de
convertirse en un licenciado rico o en un intelectualoide ajeno al sistema. A
tener una tarjeta de visita con un pomposo cargo o un bloc de notas en el
bolsillo agujereado de la chaqueta de pana. A lujos, viajes y oficinas en
rascacielos o a una buhardilla en la que no falta una vela.
Los consejos en esa época se conjugan entre los que piden
pragmatismo y sensatez y los que abogan por seguir la idea original, lo que todos
acaban llamando vocación. Algunos vestimos el pragmatismo con un barniz medio
convencido de vocación, otros intentamos ver el lado más práctico del interés vocacional.
Y elegimos.
No sabemos en aquellos instantes que todos los mundos están,
estarán siempre interconectados y que ninguna opción es pura. En momentos de
tensión, de apreturas como los actuales, a los más cuadriculados ingenieros se
les pide que se reinventen, que innoven. Y los más aguerridos apóstatas del
sistema acaban seducidos por la fama y la cuenta bancaria cuando el público
empieza a hacerles caso.
Porque todos, todos, acaban en la fascinante fuente de la
creatividad. Porque la creatividad no entiende de ciencias ni de letras. Porque
beber de la creatividad es camino de futuro. Dice Vicente Verdú que “la
creatividad es un nuevo universo en medio de la crisis que se configura como el
óvulo dorado de un mundo superior”.
No es mala cosa aferrarse a ella, en cualquiera de sus
formas abre puertas tan insospechadas como fascinantes, porque la creatividad
adopta diversos nombres en distintos escenarios, así, unos la llaman
innovación, otros invención, otros emprendimiento, descubrimiento, solución,
etc. Busquémosla con fuerza, y valoremos que en realidad lo relevante no es su
denominación sino su resultado.
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