jueves, 28 de marzo de 2013

El mentir de las estrellas


Escudriñar la oscuridad en busca de esos mágicos puntos de luz es irresistible. Le confiamos secretos a las estrellas, a esos brillantes lejanos, a esos soles hace demasiado tiempo extinguidos, a esas “cabrillas de la via láctea” con las que jugaba Sancho.

Desde que Dios le encargó a Moisés que contase las estrellas, el hombre parece haberse quedado prendado de ellas, convirtiéndose en símbolo de la belleza inalcanzable.
Otros consiguen mirarlas de manera distinta, por supuesto los astrónomos, pero también Kant, que miraba la profundidad del cielo con la misma intensidad con que lo hacía hacia su interior.

Aunque no exista constancia, me gusta pensar que Einstein las miraba cuando puso nombre a su teoría, al fin y al cabo, la presencia inmutable del cielo estrellado aleja cualquier congoja y todo lo relativiza.

Un cielo estrellado se convierte en la mejor recompensa del montañero, del navegante o el beduino. Una alfombra blanca, un mosaico indescifrable que todo lo cubre en las noches sin luna, probablemente el mayor espectáculo gratuito que podremos contemplar jamás.

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