Escudriñar la oscuridad en busca de esos mágicos puntos de
luz es irresistible. Le confiamos secretos a las estrellas, a esos brillantes
lejanos, a esos soles hace demasiado tiempo extinguidos, a esas “cabrillas de
la via láctea” con las que jugaba Sancho.
Desde que Dios le encargó a Moisés que contase las
estrellas, el hombre parece haberse quedado prendado de ellas, convirtiéndose
en símbolo de la belleza inalcanzable.
Otros consiguen mirarlas de manera
distinta, por supuesto los astrónomos, pero también Kant, que miraba la
profundidad del cielo con la misma intensidad con que lo hacía hacia su
interior.
Aunque no exista constancia, me gusta pensar que
Einstein las miraba cuando puso nombre a su teoría, al fin y al cabo, la
presencia inmutable del cielo estrellado aleja cualquier congoja y todo lo relativiza.
Un cielo estrellado se convierte en la mejor recompensa del
montañero, del navegante o el beduino. Una alfombra blanca, un mosaico
indescifrable que todo lo cubre en las noches sin luna, probablemente el mayor
espectáculo gratuito que podremos contemplar jamás.
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