De los entornos que apellidamos civilizados, pocos resultan
tan hostiles como los aeropuertos. Apenas sabemos que tenemos que pasar por
alguno de ellos, se nos instala cierta desazón, cierto estado de alerta que nos
cuesta obviar.
A medida que se acerca el momento del viaje crece, y va
colocándose en un centro de atención propio que nos acompaña como si de un
gemelo penitente se tratase. Los viajeros más habituales, la sensación la
tienen amortiguada, a todo se acostumbra uno, pero es una sensación que no
acaba de morir.
Por definición, intentamos pasar el menor tiempo posible en
ellos, y sólo la prudencia de sacar la tarjeta de embarque y pasar los
controles con cierta antelación nos lleva hasta ellos un poco antes. A veces,
solo nos queda agarrarnos a la promesa del destino para pasar ese rato de
aeropuerto. De todas las personas que conozco, sólo acaban encontrándose cómodas
en estos recintos aquellas que se sumergen en el centro comercial.
Nada como sentarse en una de esas innumerables hileras de
sillones y contemplar el mosaico de personajes que desfilan a un lado y a otro
descifrando la amalgama de señales, códigos y colores que decoran techos y
pasillos. Es bueno colocarse cerca de un panel de avisos donde es fácil
descubrir a aquel que consulta la situación de su vuelo cada diez minutos. Mis
preferidos son los poetas perdidos, esos que exaltó hace ya años Sabina.
La noticia de huelga en las aerolíneas pasa rápidamente a
primera página. Por el conflicto social que ello supone desde luego, porque
pueden poner en jaque al sistema de transportes, también. Y sobre todo porque
despierta un gran interés social cuyo origen puede encontrarse en esa íntima aversión
que todos tenemos a los aeropuertos.
También son lugares en los que merece mucho la pena tener
activados los sentidos, y no solo por supervivencia, ni por hacer caso al
recurrente mensaje de megafonía: “por su propia seguridad rogamos mantengan sus
pertenencias controladas”. No solo por eso, merece la pena estar atento porque
los aeropuertos también son una fuente caudalosa e inagotable de historias y
experiencias, están repletos de momentos únicos. Unos efímeros, de despedidas,
otros florecientes, de reencuentros, todos intensos.
De entre todas las historias que pueden ofrecer los
aeropuertos, me quedo con una con la que me topé precisamente en uno de ellos,
es de Almudena Grandes, y se llama, como no, “Ida y Vuelta”.
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