“Somos más sinceros cuando estamos iracundos que cuando
estamos tranquilos”. La frase de Cicerón suena a mazazo. La verdad, la
sinceridad cruda puede llegar a resultar dolorosa, y la ira, la saca de nuestro
interior a borbotones, “tranquilízate”, suele decirnos la persona cercana que
nos quiere y que intenta evitar nuestra soberana tontería. En este hilo, apostilla Séneca: “La
ira, si no es refrenada, es frecuentemente más dañina para nosotros que la
injuria que la provoca”.
Efecto, causa. La ira, la rabia, como todo, tiene un origen,
conocerlo suele aportar mucha luz, hila el pensamiento y le otorga sentido.
Para conocer ese comienzo, nada mejor que huir de directrices externas y
practicar ese enriquecedor ejercicio que es practicar el autoconocimiento.
Ser capaz de averiguar, de conocer lo que en cada uno de
nosotros desencadena la ira, o cualquier otra sensación pura nos hace crecer, y
elimina algo tan ingenuo como es el hecho de asombrarse de uno mismo. El
conocimiento asfixia la sorpresa porque se anticipa a ella.
En la medida en que nos conozcamos aprendemos a comprender y
respetar a los demás porque interiorizamos la complejidad que existe en cada
uno de nosotros. Nos libra de prejuicios, alimenta nuestra tolerancia y nos
permite enriquecernos de la vida y las personas que nos rodean:
" La
tierra parecía algo no terrenal. Estamos acostumbrados a verla bajo la forma
encadenada de un monstruo dominado, pero allí, allí podías ver algo monstruoso
y libre. No era terrenal, y los hombres eran... No, no eran inhumanos. Bueno,
sabéis, eso era lo peor de todo: esa sospecha de que no fueran inhumanos.
Brotaba en uno lentamente. Aullaban y brincaban y daban vueltas y hacían muecas
horribles; pero lo que estremecía era pensar en su humanidad -como la de uno
mismo-, pensar en el remoto parentesco de uno con ese salvaje y apasionado
alboroto. Desagradable. Sí, era francamente desagradable; pero si uno fuera lo
bastante hombre, reconocería que había en su interior una ligerísima señal de
respuesta a la terrible franqueza de aquel ruido, una oscura sospecha de que
había en ello un significado que uno -tan alejado de la noche de los primeros
tiempos- podía comprender. ¿Y por qué no? La mente del hombre es capaz de
cualquier cosa, porque está todo en ella, tanto el pasado como el futuro. ¿Qué
había allí, después de todo? Júbilo, temor, pesar, devoción, valor, ira -¿cómo
saberlo?-, pero había una verdad, la verdad despojada de su manto del tiempo.
Que el necio se asombre y se estremezca; el hombre sabe y puede mirar sin
parpadear”. Joseph Conrad, El corazón de las tinieblas.
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