sábado, 6 de julio de 2013

La chicharra y el paraíso


Afinar el oído y someterse al chirrido continuo, ese momento de canícula del que la chicharra parece disfrutar intensamente, nos pega a la tierra. Prestar atención al rasgueo y esperar su pausa, como queriendo comprobar el paso del tiempo, es un plácido ejercicio de verano.

Suena la chicharra, se duerme el viento, acallan los motores y el pulso de sigue con dificultad al diapasón, las campanillas digitales hacen la siesta. Como si de un proceso hipnótico se tratase, la chicharra nos hace más terrenales, etéreos.

Bajamos a la tierra, a nuestro paraíso, que en verano deja de ser inaccesible allá arriba, en ese lugar incógnito que le hemos buscado el resto del año entre el sol y las estrellas. 

En el estío le damos un tirón, lo traemos a tierra, narcotizado por el compás de las patas de la chicharra, alimentado por nuestra memoria. Porque al paraíso se llega por el camino de los recuerdos, haciendo presentes aquellos elementos de los que queremos se componga ese, nuestro edén.

Retornar actuales, reales, cuando la mente se relaja, aquellos recuerdos de niñez en forma de olores, colores, sabores, lugares, que disfrutamos intensamente y que desde entonces hemos retenido en cualquier rincón, en cualquier cajón, nos acompañan, aunque la mayor parte del tiempo los tengamos recluidos en la frontera de la conciencia.

Contra la tensión de la chicharra, la flacidez del cuerpo y la sensibilidad de la memoria. La que nos trae el olor de la mora, la aspereza de la piel de melocotón, la humedad queda del bañador, la sirena de los cochetope, los churros del catorce, las caballas asadas, la piel salada de aquella chica que se subió al coche a final de mes.

Suena la chicharra, me voy con ella al paraíso.

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