En la década pasada, con el crecimiento económico, se
produjo una amplia, variada y elaborada expansión de las políticas de recursos
humanos en las empresas. Las rudimentarias DOP e ISO de finales de los noventa,
se convirtieron en complejos, minuciosos y ambiciosos planes estratégicos de
recursos humanos que supusieron en muchos casos auténticas revoluciones en las
organizaciones.
Las personas es el valor más importante que tenemos, se
decía. Y en torno a esta idea se fueron tejiendo toda una serie de estrategias,
llevadas a la práctica en forma de incentivos, beneficios sociales, cambios en
las condiciones de trabajo, fomento de vías de participación, escucha ascendente,
creación de comedores sociales, guarderías... También se realizaron ingentes
estudios y trabajos sobre liderazgo, clima, trabajo en equipo. Nada parecía ser
suficiente con tal de conseguir aquel hito que fue “atraer y retener el talento”.
Aún están fresquitos muchos de esos planes, muchos de ellos puestos
en práctica solo a la mitad. Otros tan solo tuvieron oportunidad de comprobar
los beneficios de la primera fase, o se quedaron en un bonito papel o CD-ROM. Y
es que con la recesión todo aquello dejó de ser estratégico para convertirse en
superfluo, accesorio, innecesario e incluso distorsionante. La caída de las
ventas activó en las empresas la economía de guerra. Pero eso sí, una economía
de guerra tecnológica porque parecen tener en ella más importancia las máquinas
que las personas.
Y cayeron en el olvido las evidencias empíricas de que un
trabajador satisfecho se implica y compromete más, que rinde un 30% más,
aquello de que el trabajador es el primer prescriptor de la compañía, eso de
todos a una. Se olvida que son las personas las que con su compromiso, entrega
y esfuerzo las que están consiguiendo que muchas empresas de este país
sobrevivan y abran cada día sus puertas a pesar de las dificultades.
Trabajadores que están dispuestos a hacer mucho más por menos porque se sienten
marineros de un barco que no quieren que se vaya a pique.
No puede obviarse que estamos inmersos en una economía de
servicios, casi la mitad de la riqueza se produce en el sector terciario. Ahí,
el factor determinante, el elemento diferenciador, la ventaja competitiva es la
mano de obra, las personas, las mismas que han conseguido que contemos en estos
momentos con la generación mejor preparada de la historia y que la cruel
macroeconomía está haciendo que se infrautilice e infravalore.
La alegre, casi circense expansión de las políticas de
recursos humanos en la pasada década no fue en muchos casos más que una burbuja
donde demasiadas empresas se sumaron a una moda que la dirección nunca terminó
de creerse, ahí están los libros blancos, los planes estratégicos, los manuales
de Responsabilidad Social Corporativa, los análisis, las encuestas, los
informes cargados de propuestas, todos papel mojado a la primera llovizna.
El retroceso que están experimentando las condiciones
laborales, más allá de la evidente precarización de contratos, salarios y
desaparición de beneficios sociales, está haciendo que en demasiadas
organizaciones los trabajadores, antes llamados colaboradores, se estén trazando
objetivos personales que se anteponen a los colectivos y a los de la
organización, adoptando una actitud egoísta fruto casi siempre del instinto de
supervivencia.
El cambio que se está produciendo en las organizaciones, por
encima de lo que muchos creen no es coyuntural, no es un bache, no es un recodo
del camino. Las situaciones de tensión mantenidas durante largo tiempo dejan
huella, dejan marca y recuerdo, las relaciones no van a poder retomarse al
punto donde estaban hace cinco o seis años. Las empresas, las direcciones de
empresa que entiendan a tiempo esta situación y pongan en marcha planes y
medidas de contingencia serán las sobrevivientes y las triunfadoras de la
próxima década.
Sólo las empresas que se crean que el tesoro fundamental de
su patrimonio es su equipo saldrán victoriosas, esas, son fáciles de
distinguir, son las únicas que de verdad, cuidan a su gente.
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