lunes, 21 de octubre de 2013

Cicatrices


De su cicatriz en la rodilla hablaba Rosa Montero en un reciente artículo. Decía que el cuerpo se va llenando de rastros de tu vida, de costurones o agujeros o costuritas, de muescas de la peripecia de existir. Contaba que es imposible pasar por la vida sin romperte un poco; siendo las roturas físicas, las que tras curarse dejan cierta memoria sobre la piel son más manejables que las psíquicas.
Estas últimas también hacen chirriar los huesos cuando cambia el tiempo.
Tampoco tienen por qué ser las cicatrices dolorosas y tristes, seguro que más de una vez nos viene una sonrisa cuando reparamos en alguna de las que nos adornan.

Quiero referirme a tres casos concretos de cicatriz: Perder a un amigo, una noche de estrellas y romper el reloj. Cualquiera de los tres momentos de inflexión son dignos de cicatriz.

Romper el reloj y no saber, no tener necesidad de saber la hora, es una de las más intensas sensaciones de libertad que puede experimentar el que suele vivir con el tiempo metido en el culo. Es fantástico aquello de decir, las cuatro? Uf!, no tenía ni idea, bueno está bien que sean las cuatro. Que la respuesta no denote si se quiere decir que ya o que todavía fuesen las cuatro imprime un estado que no deberíamos olvidar para cuando al tiempo le de, de nuevo, por meterse por donde dijimos.

Una noche de estrellas es absolutamente revitalizadora y relativizadora. Mirar el cielo con pausa nos hace insignificantes, minúsculos, imprescindibles. Nada como ver la lejana y fría luz de esas estrellas, probablemente ya apagadas para tomar conciencia que nadie nos necesita para nada y que todo suceso ocurrirá sin necesidad de nosotros. Sentirse prescindible se convierte en una inyección de vitalidad pues a pesar de no ser necesarios estamos aquí para sentirlo y disfrutarlo. La luz de las estrellas se inyecta en la batería de la vitalidad, si le diese por descargarse, recordemos esa mágica noche de estrellas.

Y en cambio, perder un amigo es tan malo como un día sin luz. Perder a un amigo te aferra tanto al presente que te convences que es lo único que queda. Cuando se pierde a un amigo emerge la máxima del carpe diem. La prisa de vivir nos invade y los planes de futuro se convierten en una gran bola que busca el fondo de una papelera. En esos momentos nos hacemos algo empresarios y planea sobre nosotros la sombra de las pérdidas más allá de las expectativas de ganancia. Nos hacemos unos acérrimos optimistas realistas, es decir, nos gana el pesimismo y la pesadumbre, antes  que cedan el paso a la rabia. La huella de los amigos es imborrable.

Por obviar a veces estas cicatrices, y otras hacerles demasiado caso, convertimos nuestra vida en una huida hacia adelante para apurar el tiempo que matamos al romper el reloj. Vivimos a la velocidad de la luz para conquistar ese tiempo incontable que tarda en llegar a nosotros la luz de las estrellas. Intentamos exprimir el tiempo del que ya no dispone nuestro amigo.

Pasamos por alto con todo ello la característica esencial de las cicatrices, y es que son del pasado.

1 comentario:

Ana dijo...

Cicatrices...algunas superficiales, favorecedoras al rostro, otras tan hondas, que aún con el paso del tiempo duelen si la memoria las hace recordar...lo bueno es el sentir y tener la suerte de contar con grandes personas que nos alivien. Es un privilegio!!!