De su cicatriz en la rodilla hablaba Rosa Montero en un
reciente artículo. Decía que el cuerpo se va llenando de rastros de tu vida, de
costurones o agujeros o costuritas, de muescas de la peripecia de existir.
Contaba que es imposible pasar por la vida sin romperte un poco; siendo las
roturas físicas, las que tras curarse dejan cierta memoria sobre la piel son más
manejables que las psíquicas.
Estas últimas también hacen chirriar los huesos cuando
cambia el tiempo.
Tampoco tienen por qué ser las cicatrices dolorosas y
tristes, seguro que más de una vez nos viene una sonrisa cuando reparamos en alguna
de las que nos adornan.
Quiero referirme a tres casos concretos de cicatriz: Perder
a un amigo, una noche de estrellas y romper el reloj. Cualquiera de los tres momentos
de inflexión son dignos de cicatriz.
Romper el reloj y no saber, no tener necesidad de saber
la hora, es una de las más intensas sensaciones de libertad que puede
experimentar el que suele vivir con el tiempo metido en el culo. Es fantástico
aquello de decir, las cuatro? Uf!, no tenía ni idea, bueno está bien que sean
las cuatro. Que la respuesta no denote si se quiere decir que ya o que todavía
fuesen las cuatro imprime un estado que no deberíamos olvidar para cuando al
tiempo le de, de nuevo, por meterse por donde dijimos.
Una noche de estrellas es absolutamente revitalizadora y
relativizadora. Mirar el cielo con pausa nos hace insignificantes, minúsculos,
imprescindibles. Nada como ver la lejana y fría luz de esas estrellas,
probablemente ya apagadas para tomar conciencia que nadie nos necesita para
nada y que todo suceso ocurrirá sin necesidad de nosotros. Sentirse
prescindible se convierte en una inyección de vitalidad pues a pesar de no ser
necesarios estamos aquí para sentirlo y disfrutarlo. La luz de las estrellas se
inyecta en la batería de la vitalidad, si le diese por descargarse, recordemos
esa mágica noche de estrellas.
Y en cambio, perder un amigo es tan malo como un día sin
luz. Perder a un amigo te aferra tanto al presente que te convences que es lo
único que queda. Cuando se pierde a un amigo emerge la máxima del carpe diem.
La prisa de vivir nos invade y los planes de futuro se convierten en una gran
bola que busca el fondo de una papelera. En esos momentos nos hacemos algo
empresarios y planea sobre nosotros la sombra de las pérdidas más allá de las
expectativas de ganancia. Nos hacemos unos acérrimos optimistas realistas, es
decir, nos gana el pesimismo y la pesadumbre, antes que cedan el paso a la rabia. La huella de los
amigos es imborrable.
Por obviar a veces estas cicatrices, y otras hacerles
demasiado caso, convertimos nuestra vida en una huida hacia adelante para
apurar el tiempo que matamos al romper el reloj. Vivimos a la velocidad de la
luz para conquistar ese tiempo incontable que tarda en llegar a nosotros la luz
de las estrellas. Intentamos exprimir el tiempo del que ya no dispone nuestro
amigo.
Pasamos por alto con todo ello la característica esencial de
las cicatrices, y es que son del pasado.
1 comentario:
Cicatrices...algunas superficiales, favorecedoras al rostro, otras tan hondas, que aún con el paso del tiempo duelen si la memoria las hace recordar...lo bueno es el sentir y tener la suerte de contar con grandes personas que nos alivien. Es un privilegio!!!
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