Levantarse una mañana y conocer que ha sido publicada una
norma en la que se declara espacio protegido la zona en la que vives, es una
noticia que te cambia la vida. La alegría inicial por el reconocimiento puede
tornarse pesadumbre en cuanto empiezas a conocer las repercusiones que ello
trae a tu vida.
Sin duda incluir territorios en algunas de las figuras
legales de protección existentes es una herramienta importante que ha permitido
y permite salvaguardar algunas de las joyas naturales que aún mantenemos. En la
mayor parte de las ocasiones es un paso valiente, fundamental, necesario.
Imprescindible diría yo. Pero tampoco es la panacea.
Declarar una sierra, un humedal, una comarca como parque
natural, como paraje natural es, en primera instancia, un honor para los que
residen en la zona. Nadie valora más la tierra que aquellos que se han criado
en ella durante generaciones, la protección, al fin y al cabo es un
reconocimiento público y notorio. Pero ojo, porque este hecho cambia el modo de
vida de decenas, cientos, o miles de personas.
Porque los espacios que son ricos en valores naturales son
igualmente la principal fuente de recursos y medio de vida para sus habitantes.
La simbiosis de las poblaciones rurales con su entorno es crucial. El medio es
fuente de materias primas, de productos, de alimentos, de utensilios que
durante décadas han sido el origen de oficios, costumbres, tradiciones y vía de
prosperidad para los que en ella pasan su vida. Son ellos los que, además mejor
conocen su biorritmo, sus cadencias, su productividad y, precisamente han
adaptado a todo ello su propio estilo y ritmo de vida.
Sin embargo, al declararse el espacio protegido, las normas
se alteran. Se prohíbe la recolección de determinados frutos, se restringe las
condiciones de tenencia del ganado, de las actividades extractivas y
productivas. Ya no se permite el uso de determinados productos o procesos en el
suelo. Se controla la siembra o la tala. Se supervisa la emisión de residuos….
La buena noticia no tarda en convertirse en una losa cuando demasiadas familias
ven coartado su medio de vida.
Esta cuestión ha ocupado y aún sigue siendo el centro de
preocupación de los responsables de conservación. Ya la Asamblea General de la Federación de Parques Naturales
y Nacionales de Europa de 1.980 tuvo como título: “Utilización de la tierra y
protección de la naturaleza, ¿Un conflicto inevitable”. La cuestión sigue hoy
vigente.
Muchos de los espacios naturales protegidos están en áreas
sometidas cada vez a mayor presión demográfica y explotación de sus recursos.
Son demasiados los espacios convertidos en auténticas islas de biodiversidad,
aprisionadas y atosigadas cada vez más por el despropósito que algunos llaman
desarrollo.
En unos momentos donde la gestión de la conservación se hace
especialmente difícil no podemos olvidarnos de los que cada día se levantan en
espacios naturales, quieren seguir haciéndolo y quieren seguir viviendo y
trabajando allí de una manera digna. Los Planes Rectores de Uso y Gestión y los
Planes de Ordenación de los Recursos Naturales tienen que ponerse en valor.
Estos documentos deben marcar las líneas maestras de
conservación y convivencia en los espacios naturales. Tienen que ser documentos
vivos, sometidos a continua revisión y actualización, y en demasiados casos se
encuentran olvidados, están obsoletos o recogen unos parámetros que hoy, en
2.013 resultan claramente inadecuados.
Unas políticas que permitan un desarrollo económico
sostenible en el máximo grado de expresión del término, deben prestar especial
atención a este aspecto. Vivir en un espacio natural debe ser un privilegio y
motivo de envidia y algunas veces se ha convertido en motivo de expulsión del
territorio.
Somos tan lerdos que tenemos olvidada una premisa máxima: la
cuestión esencial es la habitabilidad de la tierra. Recientemente fallecido, me
quedo con una frase de Mandela: “La obligación máxima de cada generación es
pensar en la siguiente”. No eludamos nuestra responsabilidad.
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