Sentarse en el tumbado tronco de una palmera en la playa de
Nungwi, puede descuajaringar la espalda o el alma según la postura.
Ver alejarse el agua de manera tranquila, sin prisa, observar, huidiza, la espuma dejada por la ola, afecta al oído interno, desequilibra al que está
acostumbrado a otros compases como puede ser el bravío romper del atlántico.
Allá el atlántico tiene dos mareas al día, al índico solo la
mece una, no da tiempo a más.
Cuando sabemos que la vida es un tobogán que sube y baja
como la marea, cambiar de hemisferio o de compás, descuadra. Cada ida y vuelta es
diferente, y en la vida, como en cada pleamar, el romper de la última ola, la que llega al
límite, hace saltar los resortes. Puede ser la pérdida de un familiar, una
enfermedad, un accidente.
Todos ellos te recuerdan que llegó la pleamar, que tras ese
tope, las aguas comienzan a retirarse, y con ellas, la euforia o el ostracismo
en el que nos habíamos refugiado temporalmente.
Se va con las aguas, con ellas, el aliento y va quedando al
descubierto la ansiedad y la prisa por vivir lo que nos quede. Por atrapar
intensamente el momento antes que la cruel bajamar nos deje en seco.
Pareciera que ya no va a volver a crecer. Y sin embargo, la
marea volverá. Sólo falta por saber si estaremos nosotros cuando la luna vuelva
a tirar hacia arriba del agua.
Nos queda lo que hayamos vivido, como en la playa la marca de la pleamar.
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