No la encontraba. La gota acababa de caer en mi brazo, pero
no la veía. Las natillas de vainilla eran mis preferidas, sobre todo desde que
me di cuenta que las hacía mi madre. Parecía sacarlas primero de un sobre para
después, por el arte de magia del fuego, al que yo tenía prohibido acercarme,
se transformaban en mis natillas favoritas, servidas en mi cuenco favorito. Y
además, en lo alto, esa galleta chiquilín que, como no, también era mi
preferida.
La gota que había resbalado de la cuchara y que había
decidido intentar escapar en vez de entrar en mi boca, tendría que estar en mi
brazo izquierdo. Había notado su peso y su frescor. No había caído en la ropa,
no, había sido en la piel, pero de forma realmente extraña, no la encontraba.
Tuve que soltar el cuenco y la cuchara para mirar con
detenimiento. Cuando levanté el brazo y la busqué al perfil, la localicé. No
podía ser de otra manera, estaba ahí. Y entonces, como si de una revelación se tratase,
supe por qué. Mi piel era del color de la natilla de vainilla. Y no parecido o
similar, no, del mismito color.
Con un pequeño sobresalto, miré alrededor, a ver si mis
padres o mis hermanos me estaban mirando y se habían dado cuenta de lo que
hacía, pero no, cada uno iba a lo suyo. Mis padres recogiendo la mesa y
llevando los chismes a la cocina, y mi hermana Fatou, que era un año mayor que
yo, y había cumplido siete, aún se estaba acabando la fruta, es una lenta.
Le di un lengüetazo a la gota de natilla, a lo mejor así
desaparecía todo rastro de mi descubrimiento, pero no, lo que sabía, lo sabía.
Miré a Fatou, se terminaba el plátano, iba a empezar la natilla. Su preferida
es de chocolate, igual que mamá y papá.
Miro su cuenco, su cuchara, su brazo. Si se le cayese una
gota, le pasaría a como a mí, que no podría encontrarla, porque su piel es de
color de natilla de chocolate, como la de mamá y papá. A partir de ahora, mis
preferidas serán las natillas de chocolate.
No hay comentarios:
Publicar un comentario