En la primavera de 2003 yo cursaba un máster de recursos
humanos, de esos en los que dicen en clase que las personas son lo primero.
Cuando aparecieron noticias de que se aproximaba una guerra
con Irak, me posicioné en contra. Se convocó una manifestación. Me
fabriqué una cartulina con el “No a la Guerra” y me la puse en la solapa al ir
a clase.
Al comienzo de la mañana dije al jefe de estudios que iría a la
manifestación convocada. Me invitó a que me quitara la cartulina, cosa a la que
me negué, y me dijo que ese día me contaría como falta de asistencia a todos
los efectos.
Avisé también al profesor y me quedé de oyente en la sesión
hasta la hora de irme. Algunos compañeros hicieron bromas, unos pocos mostraron
cierta comprensión, ninguno se sumó a la convocatoria ni consideró que mi
actitud fuera merecedora de ningún tipo de respaldo. Perroflauta creo que fue
mi mote en ese curso a partir de entonces.
En los debates de aquellos días, el argumento dominante era el
que dejaba claro que había que acabar con Saddam Hussein, aquel sangriento
dictador. Argumentar que, a pesar de reconocer el despropósito del régimen
dictatorial, como el de tantos otros, combatir la violencia con más violencia
no puede ser el camino, resultaba débil. Intentar explicar que aplastar un
territorio a base de fuerza militar no es la solución, no caló lo suficiente, y
se ganó el horror que envuelve a la guerra. Unos pataleamos, otros murieron.
Las sospechas de que todo era un artificio interesado
existieron siempre. Aún así, el Orden Mundial Occidental no ha condenado nunca
a los impulsores. Aquel conflicto del que siguen quedando rescoldos ha matado a
cientos de miles de personas y todo, por los intereses de unos pocos. La guerra
siempre fue una solución contundente a crisis económicas y sociales y la mejor
campaña electoral, con independencia de quien fuese la diana y los “daños
colaterales” que ello implique, ahí tenemos la historia de la humanidad.
Me negué y me resistí todo lo que pude. También hoy recuerdo
con media sonrisa cuando fui el primer objetor de conciencia en mi provincia,
Huelva, y cómo enseñaba a los funcionarios el dictamen de la ley, a rellenar
formularios y a seguir el procedimiento. Aquellos funcionarios también me
miraban con cara rara, pero esa es otra historia.
En conciencia, hoy puedo decir que yo no fui a la guerra, no
por justificarme ni buscar reconocimiento sino porque volverán a darse aquellas
circunstancias, sigue habiendo personas y grupos que utilizan el poder prestado
por los ciudadanos en función de sus propios intereses y beneficios. Igual se
están produciendo ahora mismo, con otros regímenes y territorios, e igual con
casos muy cercanos de exclusiones sociales, de desigualdad, de injusticia
cercana. No podemos permanecer al margen ni ajenos, que es lo mismo que dar el
consentimiento tácito.
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