La necesitamos cada día, la sal de la vida. Es un elemento diario esencial aunque a
algunos, por debilidad de salud se la regulen o se la quiten de las comidas
como aditivo.
Lugares de costa, de marisma, han tenido como actividad
básica la elaboración de sal a partir del secado de agua de mar. Fundamental
como elemento de valor en numerosas culturas, es el origen del salario. Aún hoy
sigue siendo el elemento más valioso en muchos lugares del planeta. Se cree que el futuro también le reserva un papel crucial para la supervivencia.
En Isla Cristina la tradición salinera ha ido de la mano de
la industria salazonera. Hasta que el frío abrió nuevos horizontes, y de eso hace muy muy poco, ha sido la sal el único sistema
conocido que permitía la conservación, y por tanto comercialización de los
productos del mar. Sal, salazón, salmuera. Cuánto le debemos muchos a este compuesto básico.
Simple en términos químicos, cloruro sódico (NaCl), que es
de lo que se compone la “sal refinada”, tal como aparece en los paquetes del
supermercado, en los dispensadores de bares y restaurantes. La sal procedente del mar por métodos tradicionales, también contiene trazas de oligoelementos como calcio, cloruro de magnesio, potasio, yodo y manganeso. Si, es más rica, más diversa, más sana.
Además, si se lleva a cabo una gestión adecuada, además, más
barata, sobre todo en lugares cercanos a su producción. En productos con estas
características, el envasado, almacenado y transporte aumenta mucho sus costes
y con ello el precio final.
Sabiendo todo esto, llama, poderosísimamente la atención
que, cuando se pide un salero en un establecimiento de hostelería de la costa,
traigan sal minera. Si, esa que tiene el grano regular gracias a la
precisión de las moledoras, pero que tarda más en disolverse, resulta más
agresiva al paladar y ofrece la impresión de comer piedritas. Es curioso como
demasiados chefs no prestan la suficiente atención a un producto que se utiliza
en todos los platos.
Hoy, la cantidad de sal extraída de las salinas de Isla
Cristina, que acaba envasada y destinada directamente al consumo final es, inexplicablemente, ínfima. A pesar de contar con un enorme potencial
productivo, a pesar del efecto beneficioso sinérgico que produce en los
ecosistemas, las actuales marismas han sido modeladas a golpe de estero y salina, en zonas tan cercanas como el Algarve portugués y la bahía de
Cádiz hay experiencias con magníficos resultados. Aún así, seguimos sin dedicar tiempo
y atención a los detalles que son los que proporcionan un salto cualitativo.
Resulta dificil de entender, aún más de explicar, cómo se producen estas situaciones que a algunos nos dá bochorno. Contar con sal marina local en los domicilios, en la hostelería
isleña, debería ser obligación: por salud, por dignidad, por calidad culinaria,
por dinamización de la economía local, por la conservación del ecosistema más valioso de la costa, por pura idiosincrasia
isleña
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