Una civilización que considera que el sexo es medicina y que
estamos hechos de polvo y madera tampoco tendría que tener muchas otras cosas
malas.
Un país que está dispuesto a emplear varias generaciones, a
pedirle a su pueblo que trabaje denostadamente para que sus nietos, quizás sus
biznietos, tengan una vida mejor, y que se entreguen a ello con pasión y
dedicación, tiene que tener una cultura, una identidad, un sentido de
pertenencia realmente profundo.

Hoy, más que nunca, estamos en occidente familiarizados con
la cultura china. Se van a miles de kilómetros de su tierra, se convierten en
minúsculas células en medio de otra sociedad, casi incomunicados con su origen,
y a pesar de ello no pierden ni un ápice de arraigo. Podemos verlos trabajar
sin descanso, abriendo negocios, reinventándose (como con los bares de tapas) y
con una entrega y humildad desconcertante. Parecen haberse dejado la ambición
enterrada en los cimientos de la gran muralla.
Claro está, hay ovejas negras que se lucran de manera
agresiva, al fin y al cabo no es más que una degradación de la sociedad
vertical en la que han vivido desde siempre, ese pueblo lleva ya algunos
milenios pagándole a algún señor.
Es tiempo de hacer un pequeño ejercicio de empatía con aquella
cultura. Sexo oriental para el cuerpo, ajedrez para la mente, estrategias
físicas e intelectuales, sugestiva combinación. Para ambos casos se puede
aplicar la frase de Confucio: “el hombre modélico no impone nada por la fuerza
sino con el ejemplo”.
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