El mercado interno está parado, hasta en retroceso en
algunos productos y sectores, y parece que puede ir para largo. Con este
panorama, las empresas que quieren darle uso a la capacidad instalada, sufragar
costes fijos y financieros, y sobrevivir, deben buscar las ventas en otro
sitio. En otras palabras, parece que la única opción para las empresas es la exportación.
A esa conclusión parecen sumarse cada día nuevas personas, y
los rumores han ido ganando fuerza hasta convertirse en discurso institucional.
Por ello llevamos ya algunos meses escuchando a políticos y dirigentes animar a
las empresas a la internacionalización. Los programas públicos que ayudan a las
empresas a hacerlo se han fortalecido y cada día son más las empresas que
compran el mensaje. Son ya más de 125.000, las empresas españolas con presencia
en mercados extranjeros y los hay que sacan pecho con las últimas cifras de
balanza comercial.
El argumentario que invita a explorar nuevos mercados a las
empresas es ilusionante, atractivo, estimulante, hace parecer un lelo al que no exporta. Tenemos magníficos
productos y hay numerosos países ávidos de comprar, sobre todo los de las
economías emergentes que están generando una clase media pujante. Solo China
con más de 800 millones de nuevos compradores con creciente poder adquisitivo y
escaso fondo de armario es un mercado paradisíaco.
Visitar periódicamente la página del ICEX o ver el programa
El Exportador parecen actividades ineludibles antes de revisar la evolución del
IBEX. Manejar fluctuaciones de divisa o aprenderse códigos del tipo “pier to
pier”, “liner therms”, FIOS, FIOST, LIFO, FILO resulta fundamental para tener
una adecuada charla de café con empresarios.
Como todo lo que se pinta bonito y fácil, acaba no siéndolo.
Las empresas que se embarcan en la aventura de exportar descubren rápidamente
que las complejidades son del tipo que no se esperaban, que las inversiones son
más altas de lo previsto y que los plazos de retorno más largos de lo que
entraban en los esquemas asumibles. Es que fuera, hace frío.
Un ejemplo que me resulta muy revelador. En un supermercado
de cercanía de Irlanda, de 200 m2, donde hace la compra la mayor parte de la
población, en el lineal de fruta, verdura y hortalizas frescas había la pasada
semana productos frescos procedentes de 26 países, a saber: Francia,
Italia, Holanda, España, Guatemala, Perú, República Dominicana, India, Sudáfrica,
Eslovaquia, Egipto, Kenia, Zinbawe, Thailandia, Honduras, Brasil, Turquía,
Chile, Costa Rica, Colombia, Belice, Escocia, Estados Unidos, Alemania,
Inglaterra e Irlanda. Literalmente cada caja de producto procedía de una
parte del mundo.
El
mercado es global, exigente, competitivo. No permite errores. Nuestra idea
revolucionaria es muy probable que otro ya la haya puesto en marcha. Suena
valiente, intrépido, aventurero eso de exportar, etiquetar los productos en
varios idiomas, viajar. Exportar puede tener muchas percepciones asociadas,
pero ninguna cercana al término fácil. Los cantos de sirena de los clientes
internacionales no deben permitir que los empresarios pierdan la perspectiva. Y
los dirigentes no deben colocar la zanahoria demasiado lejos pues en demasiadas
ocasiones sus declaraciones suenan a echar balones fuera, en el sentido más
estricto del término.
Exportar es una opción, desde luego, pero no la panacea
ni mucho menos la solución a los problemas del tejido productivo andaluz y
español, uno de los más atomizados del mundo. Antes de irse de viaje hay que
ordenar la casa, la competitividad y la viabilidad de miles de empresas pasa,
en más de los casos, por esa primera tarea.
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