Las compañías calibran concienzudamente el coste de
llegar a la última milla pues el último tramo de línea eléctrica, línea telefónica
o línea de reparto es siempre el más costoso. Siempre resultó precario estar
lejos, la distancia de los centros de actividad sigue siendo un hándicap y un
lastre de competitividad.
La última milla en materia de empleo son las microempresas, los autónomos, esos que añaden a las dificultades propias del mercado, la carencia de servicios que le resultan propios, oportunos y ajustados.
Las aseguradoras, los grandes suministradores, no prestan
servicios adecuados a la última milla del tejido empresarial, el sobrecoste
asociado a este tipo de personalización colocan en resultados negativas los
proyectos destinados a la última milla. Por eso, servicios y productos, cuestiones básicas para medianas y grandes empresas
se hacen inaccesibles a los pequeños, a los lejanos.
Pensemos simplemente en una oferta de seguro médico, la
configuración de un wifi, una tienda virtual, una personalización de etiquetas
o paquetería. Se hacen montañas a los pequeños, barreras de competitividad,
agujeros negro de tiempo y recursos.
Según algunos informes, estar colocado en la última milla
supone un 24% adicional de coste o de falta de competitividad. Pero a la vez,
la propia configuración del tejido empresarial muestra la luz de alarma: el 95%
de las empresas españolas están en ese segmento.
Algunos analistas y demasiados políticos diseñan una
conclusión de segador: que se hagan grandes o desaparezcan. La selección
natural, la ley de la selva. Liberalismo en estado puro.

La última milla es el éxito de los que dominan el One to
One. Sólo cabe recordar que en la personalización, en la cercanía está el
camino empresarial del siglo XXI. No necesitamos un tejido empresarial
constituido por grandes empresas motoras y un puñado de satélites, no,
necesitamos empresas del siglo XXI.
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