
Fabricar esos hitos es turismo cinematográfico. Coloca, en la pantalla de cine y en el salón de las casas, objetos y lugares de deseo de los que puede aspirarse a tocar algún día con la punta de los dedos.
Diseñan pseudohéroes a los que imitar, a los que plagiar y fardar ante la pareja. Es un esquema tan obvio que apela a la inocencia del espectador. Basta con asumir que hoy, al ciudadano medio, se le puede fabricar su paraíso en el rectángulo resplandeciente.
La réplica de ambiciones, la anodina repetición de clichés, el turismo cinematográfico no es más que otro ejemplo de la sobreprotección anímica que este modelo paternalista cocina para los, cada día más aborregados esperantes de ilusiones.
Las multinacionales y países pagan para conducir dócilmente a los espectadores hacia sus lugares de compra y vacaciones. Marcas de complementos inútiles, calles y barrios decorados se anuncian las veinticuatro horas por todos los rincones del globo.
La capacidad de explorar alternativas o
simplemente cuestionar la credibilidad de la ofrecida, queda anulada. Hay que
ver cine, es cultura. Merece la pena disfrutarlo de manera consciente.
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