Fútbol es fútbol. Esa es la gran mentira. Si alguien piensa
que aquello va de dos equipos practicando deporte para llevar la pelota hasta
la portería del contrario, que se baje de la nube, porque esto va de
mercantilismo, dinero y negocio. Es, sobre todo, eso.
Son los medios, los canales de televisión, las sociedades
anónimas deportivas, las marcas, las agencias publicitarias, los intermediarios
y representantes, los sponsors, el merchandising lo que hace el fútbol, que aún
necesitan de unos chicos aguerridos que corran tras el cuero.
Son todos esos los que fabrican héroes a los que adorar, son
ellos los que diseñan una imagen pública de unas estrellas fugaces,
encandiladas ellas mismas por la fama que les desborda. La luz es atrayente, el
dinero llama el dinero, la fama llama a la fama y son centenares de miles de
padres los que desean, por encima de todo, que un día su hijo esté allá abajo
trillando césped.
Como si fuesen semidioses que transforman la venenosa
serpiente en una palmera cocotera, clavándola en la arena, ponemos a los
futbolistas por encima del bien y el mal, adorándolos por encima de todo.
Defender eso no tiene nada que ver con disfrutar al practicar un deporte, con deleitarse
siguiendo un deporte. En realidad, es la manifestación de una brutal pérdida de
valores, principios y referentes.

Más allá de tener una buena dotación física, más allá de qué
algunos presuman de dar algunas limosnas, ¿Qué tienen que los haga ser
referentes para la sociedad? La culpa, si nos empeñamos en llamarla así, desde
luego no la tienen ellos, ni tan siquiera las numerosas personas y entidades
que se lucran de forma insultante, no, los responsables son los que les siguen
el juego, porque los alimentan a la vez que empobrecen nuestra sociedad.
Al llegar hasta aquí, no pocos repetirán. Fútbol es fútbol.
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