Son muy poquitas las reglas que, para mí, adquieren la
máxima categoría, ser de oro. No emitir juicios de valor cuando no se conoce de
lo que se habla, es una de ellas.
Sin duda es una premisa extraordinariamente difícil de
cumplir, como todas las reglas de la máxima categoría, otros ejemplos claros
son: no mentir en una entrevista de trabajo, no enamorarse de la pareja de un
amigo o no meter la polla donde tengas la olla. Todas las reglas de oro tienen
como patrón común, como rango distintivo, la enorme dificultad de su
cumplimiento.
No juzgar, no criticar, no sentenciar cuando no se tienen
todos los elementos para valorar es, a priori, de sentido común, sin embargo lo
hacemos, todos, a diario.
Opinar sin conocer requiere suposición, y ésta, salvo don
divino, lleva asociada altas dosis de errores. Eso también lo sabemos, opinar a
las bravas hace cometer numerosas equivocaciones, pero eso sigue sin impedirnos
que juzguemos a alguien a primera vista por su vestimenta o por su manera de
andar. Primero opinamos y después recordamos que las apariencias engañan, aunque
algunos científicos norteamericanos le otorguen verosimilitud y se empeñen en
decir que es un instinto de defensa complejo y evolucionado. El lobo también ha
aprendido la lección y se viste de cordero cuando lo necesita.
Lo hacemos incansablemente. Los salones de las casas y
las barras de los bares se llenan de decenas de miles de entrenadores de fútbol
con cada retransmisión, entrenadores de tenis o expertos en neumáticos y
aerodinámica.
Es humano, es lógico, es normal. Solemos tolerar la
existencia de las opiniones baratas y los apresurados juicios de valor mientras
no seamos el destino – la víctima – de los mismos. Mal que nos pese, es
necesario admitirlo, nos gusta, disfrutamos opinando y juzgando.
Como nos enseña la teoría de la lógica. Los juicios de
valor nos complican la vida. Los juicios de valor baratos, apresuramos,
triviales son innatos a las personas. Entonces: Las personas disfrutamos
complicándonos la existencia.
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