Los grandes representantes y generales lo habían acordado y
firmado unas horas atrás, en aquel curioso claro de Compiègne donde los
franceses, tras salir de aquel vagón de tren, llenos de orgullo patrio colocaron una placa que decía “Ici le 11
novembre 1918 succomba le criminel orgueil de l´empire allemand vaincu par les
peuples lires qu´il pretendait asservir” (Aquí, el 11 de noviembre de 1.918,
sucumbió el orgullo criminal del imperio alemán, vencido por los pueblos libres
que pretendía dominar.
El acuerdo establecía que a las 11 de la mañana del 11 del 11 de 1.918 se declararía el alto el fuego
total en todos los frentes y con ello finalizaría la, denominada, Primera
Guerra Mundial.
Desde la firma de los acuerdos hasta la hora señalada, aún
morirían más de once mil hombres. Algunos mandos vieron su última oportunidad
para hacer honores o simplemente tener la satisfacción moral de alcanzar la
plaza deseada.
Las cruentas anécdotas de ese fatídico período de seis horas
que separó el acuerdo de la entrada oficial del alto el fuego son muchas, las
peores, por muy a sorna que parezca, la de los veteranos que tras varios años
en las trincheras, murieron en ese momento, los que tenían el reloj adelantado
o los que asumieron un deber que ya no era.
También hubo, los más inexplicables, quienes de manera
espontánea, al parecer llevados por un arrebato de locura, se lanzaron a la
trinchera enemiga buscando un suicidio más que la gloria. Lógicamente lo
consiguieron. Henry Nicholas John Gunther fue uno de ellos. Además de morir de
esa manera absurda, ha pasado a la historia con el dudoso honor de ser el
último caído en el campo de batalla de esa guerra.
En esos momentos, Jules Cambon dice: “Todo el mundo cree que
el conflicto ha concluido, pero yo me
pregunto qué es lo que empieza”. Porque la guerra no ha hecho, como dice Brecht,
sino aumentar las propiedades de los acomodados, la miseria de los pobres, los
discursos de los generales y el silencio de los hombres.