La dinámica productivista implanta patrones de eficiencia y
eficacia en todas las fases del proceso productivo, en todas las fases de la
cadena de valor. En el primer eslabón, el modelo productivista concibe el campo
como una fábrica.
En el campo se producen alimentos; vegetales
fundamentalmente, pero también carne, miel, esencias, etc. Cuanto más
controlados estén los factores de producción, mayores garantías tendrán los
productores e intermediarios de conseguir unos márgenes, unos rendimientos que,
primero son kilos, y después, euros. Estabilidad productiva primero,
estabilidad, rentabilidad financiera después, como objetivo.
Si se considera el campo una fábrica, si se atienda al
concepto maquinista del proceso, convertimos el territorio en un sistema de
producción encargado de producir energía, fundamentalmente para: alimentación
de animales, industria textil, biocombustibles, y,…, alimentación humana. En
otras palabras, la tierra como fuente de energía que servirá para cubrir las
necesidades de unos cuerpos humanos que necesitan ingerir alimentos para
moverse.
Porque si validamos el modelo maquinista y erigimos la
fábrica del campo, estamos, acabando por considerar el proceso de alimentación con
el mismo patrón. Concebimos la alimentación como el mismo proceso de tener que
parar en una gasolinera a rellenar el depósito.
Estaremos dando por bueno un modelo maquinista que aliena
uno de los mayores placeres diarios que estamos condenados a disfrutar
diariamente (quien tiene el lujo de poder hacerlo, claro).
El campo no es una fábrica, igual que nosotros no somos
máquinas demandantes de energía. Ni siquiera por inercia, por economicidad, por
eficiencia podemos caer en ese gravísimo error, enterrarnos en ese oscuro pozo.
Nunca tuvo tanto sentido salirse de la economicidad, nunca
hubo tantos beneficios individuales y colectivos aumentar nuestro gradiente de
gobernanza en la alimentación.
Comer es un placer. Poder alimentarse de productos elegidos
libremente con criterios de proximidad y sostenibilidad un lujo, una fuente de
salud y también un acicate para las explotaciones pequeñas y familiares que
mantienen vivo el territorio, que generan riqueza y empleo, que fortalecen el
patrimonio cultural y natural.
Cada decisión de compra y consumo premia a unos, castiga a
otros. Si no creemos que el campo sea una fábrica, no nos comportemos como
máquinas.
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