El halo cautivador de los vampiros confieso que me atrapó
hace ya mucho. Desde entonces, casi con devoción, he visto y revisto decenas de
películas, ciertamente algunas de ellas infumables que giran en torno al mito del
chupasangres que odia el ajo y los crucifijos.
Desde que conocí que hace apenas unos meses, en abril, se
cumplía el centenario de la muerte de Bram Stoker, mi inquietud por el sentido
del mito de Drácula se reavivó en mi mente, releí el libro y, desde entonces se
me asoman muchos fragmentos simbólicos de la novela. Como el recibimiento que
hace el conde a Jonathan a su llegada al castillo: “Entra por tu propia
voluntad, libremente, y deja aquí un poco de la felicidad que traes”. Para
echarse a temblar.
En un primer análisis, parece otra historia más de la lucha
eterna del bien y el mal. Se desgrana todo aquello que podemos ir acumulando en
la vida y que puede ir haciéndonos empeorar, y por tanto ser más crueles,
dañinos, infelices y egoístas. Quitar la sangre al prójimo para conservar la
vida es el ejemplo extremo de ello.
Y también aparecen los ingredientes que nos hacen actuar en
pro del bien, en busca del perfeccionamiento, ese que nos puede trasladar hacia
la felicidad en el único vehículo posible, el amor. Mina lo representa a las
mil maravillas.
Y la elección del camino se encuentra en los deseos, o más
bien en el control de los mismos, porque el conde Drácula nos enseña que no
somos dueños de nuestros deseos y es por eso que nos perturban. Incluso nos
enseña que no nos pertenece ni nuestro propio cuerpo, siempre pertenece a otro,
al que lo hace despertar.
El que acaba atendiendo a sus deseos, el que da rienda
suelta a su impulso acaba en las garras del conde y por tanto, convirtiéndose
en vampiro, Lucy.
Wilde dijo de ella que era la novela más bella escrita
jamás. Y debería ser estudiada en las universidades como rotundo ejemplo de lo
que Nieztsche llamó la gran razón del cuerpo. Porque, siendo sinceros, sólo el
conde es capaz de hablar con honestidad de lo que en realidad somos.
El sentido religioso impregna muchas páginas del libro, y
desde luego innumerables de las decadentes películas que transforman a Drácula
en el demonio del cristianismo, pero existe un aspecto claro que me resulta
mágico. Drácula, con la vampirización de sus “víctimas” no transforma a nadie, desinhibe,
libra de ataduras todos los prejuicios y recatos, elimina cualquier resquicio
de prudencia y generosidad y permite
sacar afuera todos los deseos que mantenemos agazapados en el interior.
Drácula con su mordedura no transforma nada, no crea ni
destruye, libera a sus víctimas de todos los convencionalismos que los lastran
para que puedan entregarse sin resquemor a materializar el mundo del deseo sin
límites, ajeno a toda legislación y moral, y sin necesidad de sujetarlo a
ningún tipo de aplazamiento. Como dice Martín Garzo: “De lo que se
trata es de liberarse de la tiranía de las convenciones sociales y atender las
razones del cuerpo”. Y coincido con este autor, lo que nos enseña esta novela
es que ambos mundos no pueden existir separados, “El deseo le pide al amor que
prolongue sus goces, y el amor le pide al deseo que no lo deje sin locura.
Ambos buscan lo que no puede ser: las nupcias entre la vida y la muerte”.
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