La complejidad de expresar los sentimientos, la dificultad
para mostrar lo que opinamos hace que nuestro cerebro diseñe enrevesadas
estrategias que cuando llegan al lenguaje nos hace tartamudear, decir palabras
inconexas o expresiones incomprensibles. Vamos, que nos hacemos la picha un
lio.
Superado el apuro ajeno, cuando observamos a alguien que
intenta manifestar lo que lleva dentro y no encuentra la forma, disfrutamos de
la comicidad de la situación. Yo también, debo confesarlo. Y de todos esos
momentos, los que más me gustan son los de las dobles negaciones.
El español es un idioma que lo permite de manera amplia y
ofrece un juego estupendo. Frases del tipo “no vino nadie”, “no hice nada”, “no
tengo ninguna”, acompañadas de cierta gesticulación y una cara circunspecta son,
desde luego, momentazos. Si hubiese estadísticas sobre el tema, creo que la que
se llevaría el premio sería la de “No Se Nada”.
Hay también dobles negaciones y giros que tratan de ser un
piropo a la persona amada y sólo consiguen provocar desconcierto: “no te pido
nada”, pasa por ser un canto consentimiento, de resignación, casi de
complacencia, cuando en realidad, la mayor parte de las veces, es un enorme
grito ahogado de auxilio.
Si aplicamos la regla matemática, doble negación es
afirmación. Para no complicarnos innecesariamente la vida, puede bastar con ser
honestos, francos, primero con uno mismo, luego con el de enfrente. Enterrada
la vergüenza, es el camino más corto para estar más cerca de lo que queremos.
O, claro, podemos seguir enrocados y anclarnos en la muerte
a pellizcos a la que nos lleva eso de “No Quiero Nada”.
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