Desde las ciudades. Los positivos del coronavirus son
urbanos. Es, en sentido estricto, un hecho. Las intuiciones hacen que propios y
extraños piensen en buscar refugios en los pueblos y las sierras.
Por un entorno más amable. Porque dado el caso del corte de
comunicaciones es el lugar en el que más nos gustaría estar. Una evidencia de
la hostilidad de la ciudad que deberíamos apuntarnos, para siempre.
Ahora bien, ¿denota los hechos una fragilidad de la salud de
los ciudadanos frente a los paisanos? O consiste simplemente en aplicar sentido
común para tener calidad de vida.
La fortaleza, el refugio que supone el medio rural en este
tipo de pandemias es un mito.
Recuerdo una película, al parecer rescatada de hechos
verídicos, probablemente de la historia de Eyam, en la que unos caballeros, por
encomienda del papa, emprenden viaje para encontrar una aldea cuyos habitantes
son inmunes a la peste negra.
Las peripecias y las proezas se suceden hasta llegar a una aldea
idílica situada al otro lado de los lagos y humedales. No tenían mayor secreto
que el aislamiento. No tenían pócima máxima cual reducto galo, ni los lideraba
ningún Asterix. Solo vivían en armonía con su entorno.
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