lunes, 5 de febrero de 2018

Alimentos inteligentes


Dado el que el término transgénico ha caído en mala sombra, las empresas dedicadas a la producción-venta de semillas industriales, a la venta de maquinaria y automatismos agrícolas y ganaderos, los departamentos de marketing de las grandes distribuidoras alimentarias, corren hacia nuevos términos que sean lo primero que compren los consumidores.
Están intentando abrir una ventana de oportunidad en el concepto de alimentos inteligentes. Nada más poderoso que aprovecharse del desconocimiento. Según una encuesta de la Fundación BBVA, el 64,6% de los españoles piensan que los tomates que comen no tienen genes, pero que los tomates transgénicos si. El dato es extrapolable a la población de la UE.
Estamos convencidos pues que, sólo comemos genes si en la etiqueta aparece el concepto transgénico.
Un gen no es más que una serie de instrucciones codificadas en el ADN. Si, todos los organismos vivos tienen ADN. Como los humanos necesitamos alimentarnos de otros organismos, somos heterótrofos, tenemos que ingerir, a diario genes.
A priori, no debe surgir temor de este hecho, no criamos lo que comemos, no corremos especial riesgo de convertirnos en lechuga, alubia o pollo.
Con el objeto de mejorar el proceso de producción y comercialización de alimentos, el hombre lleva trabajando desde siempre en la modificación genética. Antes, de manera más precaria y lenta: selección de semillas, de razas. Para que resistieran mejor el frío o las sequías, para que produjesen más leche o carne, etc.
La ciencia y la tecnología ha acelerado el proceso y los organismos modificados genéticamente están en nuestra dieta diaria. Hace más de 20 años que se comenzó a comercializar, oficialmente el primer organismo con esta categoría. Era un tomate. Se consiguió que tardase mucho más en deteriorarse.  La búsqueda de tiempo de conservación, de tamaño, de color adecuados, etc. están presentes no sólo en las cámaras frigoríficas y en las salas de manipulado. También en los laboratorios, semilleros.
La industrialización de la cadena alimentaria tiene enormes riesgos y perjuicios. La pérdida de biodiversidad domesticada y la sabiduría de centenares de generaciones, la identidad de pueblos y comarcas, la pérdida de resistencia a enfermedades y plagas, la pauperización de los estilos gustativos, de la gastronomía local, de los ciclos sociales vinculados a la tierra...
Todos los días comemos genes. Somos nosotros solitos los que debemos elegir cuales. Los locales y cercanos, de temporada, los lejanos a químicos en la producción, polución en el transporte y en el conservado, los ajenos a los plásticos y nitrógenos son los que incorporan en mayor medida salud, sabor, soberanía, economía, biodiversidad, identidad. No dejemos que otros elijan en lugar nuestra, seamos nosotros los inteligentes.

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