No es mala idea a priori. El protagonista, Montag es un ídolo nato de los niños y de los que no lo son tanto. Montag es bombero. Lo que pasa es que en ese mundo singular, el bombero tiene como misión encender fuegos, no apagarlos. En concreto, este chico es uno de los encargados de prender fuego a los libros.
Y es que en este pais, de cuyo nombre parece no querer acordarse el autor, está prohibido leer. Porque leer hace pensar y pensar impide ser feliz.
Diabólica paradoja a la que, sin preámbulo nos enfrentamos los que entendemos que es justo al contrario y que pretendemos llegar a la felicidad desde el plano de la conciencia. La misión salvadora de Montag, la de asegurar la felicidad de sus convecinos, necesita de unas vías catastróficas, la destrucción del saber, el conocimiento, la creatividad, los sentimientos que encierran las páginas de negro sobre blanco.
Reconozco que a veces se producen en mi interior pequeños enfados con autores que parecen escribir con la intención de alejarnos de la realidad, de trasladarnos fuera de la realidad, de narcotizarnos, de anestesiarnos y amodorrarnos con historias que son escasamente plausibles. Escritores como Bradbury me permiten alejarlos de mi mente.
Parece razonable que antes que existiese la caja tonta, y aún hoy, deben existir otras vías de evasión y relajación que no tienen por qué ser malas en si. El reposo y el relax son necesarios, imprescindibles, pero si se les da a los lectores un tratamiento de imbéciles, flaco favor le hacemos a nuestra sociedad actual y futura.
Ahora que en invierno buscamos el calor del fuego y la chimenea, llevémonos junto a ella un buen libro y, claro, cuidemos de no acercarlo demasiado. Gracias Bradbury por hacernos pensar.
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