Me tiene sometido a fuego de mortero cruzado, como si de un
estratega militar se tratase, en vez de un brillante escritor, William Faulkner
parece estar decidido a meterse por las rendijas de mis días sin que yo pueda
hacer nada por evitarlo, como si de un pujante verano se tratase, su mensaje se
extiende en la mente como estos días de junio.
Lo mismo es que el tono de su literatura siempre me pareció
que se situaba en las últimas luces del día cuando la penumbra crece y las
emociones y sentimientos salen de su escondite como si de meigas se tratasen.
El autor aprovecha ese momento para destapar el lado más oscuro de sus
personajes, del ser humano y los deja desnudos y sinceros a partes iguales.

El visceral concepto del mundo femenino, asociando cualquier
hembra atractiva a un hecho trágico, engancha, y pocos hombres en la soledad de
la lectura son capaces de renunciar al papel victimista que nos otorga Faulkner
cuando pronostica que no seremos capaces de resistirnos y que acabaremos
sucumbiendo a los cantos de sirena que ofrece la hembra. Tan desmesurado como
erótico.
En el solsticio del verano los largos y lentos amaneceres y
puestas de sol parecen estar diseñados a la medida del autor norteamericano.
Hechos para sumergirnos en sus novelas que reposan en la memoria y reflotan
cuando menos lo esperas. Y que también sirven para activarnos y renunciar a su
rancio determinismo, para poder acabar gritando lo que Antonio Muñoz Molina,
que “el pasado usurpa el lugar del presente, pero no puede serlo, del mismo
modo que una obsesión o un delirio invaden la realidad pero no la sustituyen”.
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