Un problema sólo se queda arreglado cuando la situación ha
quedado mejor (no igual) que como estaba antes de que el problema se declarara.
Porque es un hecho fortuito y violento el que desencadena
toda la trama de esta novela que tiene, como primera gran virtud, la capacidad
de substraerte, absorberte, engancharte con algo que suele causarnos apatía, la
vida de dos tipos grises, insulsos, antisociales. Unos inadaptados en el
sentido más social del término. En su devenir, acaban revelándonos lo
asquerosos que somos.
Nos propone Santiago Lorenzo un viaje que va desde la urbe
más asfixiante al pueblo más abandonado, revelándonos la inmensa oportunidad
que puede existir en los centenares de pueblos, cargados de historia y vacíos
de gente. Un viaje hacia la innecesaridad del consumo, de los lujos, de
superficialidades que una y otra vez a lo largo de las páginas nos va
restregando como si de un examen continuo de conciencia se tratase.
La biopsia que se realiza a nuestro simpático y complaciente
modo de vida, a nuestras reglas tan aceptadas que nos parecen divinas es
mordaz, lacerante, de un humor negro zaino. Llega a ser tan cruel que, en un
momento determinado, en un sorprendente y único diálogo con el lector, llega a
pedirle disculpas. Y es que, para el narrador, todos acabamos siendo asquerosos
y mochufas.
En una de las escasas entrevistas que concede el autor,
explica que ser mochufa es “creerse que Ana Rosa no se está riendo en tu cara
cuando se emociona”.
Debo reconocer que es de las novelas en las que he esperado a que se calmase la ola mediática para acudir a ella, y porque estoy convencido que estamos trivializando excesivamente el gran reto colectivo que tenemos con el despoblamiento rural que es, sin duda, nuestro mayor problema estructural en el territorio.
Me he llegado la fantástica sorpresa del tratamiento que en
la novela se hace del tema y como se van colando algunos ingredientes que nos
hacen entender que ser un asceta en la tercera década del siglo XXI donde a
todos lados llega la cobertura, los repartos a domicilio y los mochufas
domingueros, es otra cosa.
Una prosa rica, singular, con la asombrosa cualidad de ser
recargada y fluida nos da pistas del volcado vital que el autor ha puesto en
sus páginas, que alegría para nuestra lengua tener a gente así, y que lo comparta
para disfrute de todos. Porque a pesar de la sordidez del hilo, como buen
mochufa, la he disfrutado.
Y he aprendido, espero no se me olvide en el momento culminante,
que si me tropiezo con Manuel por casualidad, haré como el que no lo veo.
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