Aun algunos no hemos conseguido aprendernos e interiorizar, que parte de la culpa de esta creciente degradación económica y social es nuestra por gastar por encima de nuestras posibilidades, cuando nos cae encima el pago de una deuda que no hemos solicitado y que puede estrangularnos al intentar pagarla.
Somos humanos, es característica distintiva, caer en lo que los economistas llamamos la trampa de la liquidez o síndrome de los nuevos ricos es fácil. Ante el aumento del poder adquisitivo se nos llena la boca, y, como difusores perpetuos de espuma fuésemos, queremos acapararlo todo. Cada vez queremos más, la casa más grande, el coche más ruidoso, o la televisión con más pulgadas.
Seguro que no tenemos que pensar muchos para recordar algún salón donde es fácil coger tortícolis o en el que no existen metros cúbicos suficientes que permitan desplegar con eficiencia el dolby soundround. Y claro, ante la escalada de ostentosidad, todos queremos la cuadra más grande dentro del motor, el punto de atraque con más eslora o la tarjeta en el bolsillo de colores más relucientes. Como si de golosina se tratase, cuando empezamos a encontrarnos satisfechos, resulta que en realidad ya estamos empachados.
El mal siempre puede estar fuera y, en estos casos no nos cuesta reconocer que somos muy manipulables, y admitir que las campañas de marketing de los productos y los productos bancarios que nos ofrecieron estaban hechos con toda la intención. Y es que a nadie le da por anclarse al suelo cuando te invitan a volar. No nos escurramos, cada uno con nuestra vela.
Y ahora, cuando algunos todavía no tenemos bien aprendida e interiorizada la lección, se nos llenan los titulares de los noticieros con lo de los rescates. Pues esos, no consisten en nada más que en pedir prestado dinero a otros para pagar lo que gastamos de más. El dinero no lo pedimos uno a uno, no, hacemos frente común y lo pide el gobierno en nombre de todos los españoles.
La cadena se rompe cuando nos enteramos que eso no supone que el que gastó más va a pagar ahora más, y que el que fue más prudente y cauto va a pagar menos. No, el antiguo concepto de redistribución, ese que lo mismo sirve para hacer el bien que para romper la baraja hace que ahora todos los españoles tengamos que pagar una cuota, un precio que nos coloca el yugo al cuello.
Así, sin quererlo, así, sin sentirlo, porque ya no solo consiste en quitarse de livianos placeres, sino en perder prestaciones y servicios. Y ojo que no hablo de bienestar, me refiero a que, para pagar esa dichosa deuda que nadie es capaz de cuantificar, perdemos educación, sanidad, seguridad. Demasiados hasta el techo.
Y mientras el barco que puede simbolizar este país se encuentra en medio de la tempestad, la tripulación que debe comandarla parece estar a otra cosa, hasta el timonel parece haberse ido a la bodega a calentarse. Y mientras tanto, la rueda del timón girando velozmente hasta dar con el tope y empezar a hacerlo en sentido contrario provocando atroz desconcierto y un zigzag vomitivo. Parecen esperar a que el timón, como si de una endiablada ruleta se tratase, se pare en alguna casilla que ofrezca la solución. Me temo que cuando lo haga, se detendrá en la casilla de “gana la banca”.
A los gobernantes de este país no hay que pedirles que se entreguen en cuerpo y alma, la llama se apagaría pronto. En realidad solo hay que exigirles que cumplan su obligación y su compromiso, que no es más que hacer que la vida de los ciudadanos de este país sea un poco mejor cada día, parece que se les ha olvidado por completo. En las próximas semanas muchos se lo recordaremos en la calle.
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