Una civilización que considera que el sexo es medicina y que
estamos hechos de polvo y madera tampoco tendría que tener muchas otras cosas
malas.
Un país que está dispuesto a emplear varias generaciones, a
pedirle a su pueblo que trabaje denostadamente para que sus nietos, quizás sus
biznietos, tengan una vida mejor, y que se entreguen a ello con pasión y
dedicación, tiene que tener una cultura, una identidad, un sentido de
pertenencia realmente profundo.
En estos días en Pekín están de relevo, de renovación de
cargos. Se van los dos presidentes, y sus puestos serán ocupados por los que, hasta
hoy eran vicepresidentes. Todo un ejemplo de crecimiento paciente vertical. Y
para tal acto, las cifras que se mueven son astronómicas, por ejemplo, 1,4
millones de policías movilizados.
Hoy, más que nunca, estamos en occidente familiarizados con
la cultura china. Se van a miles de kilómetros de su tierra, se convierten en
minúsculas células en medio de otra sociedad, casi incomunicados con su origen,
y a pesar de ello no pierden ni un ápice de arraigo. Podemos verlos trabajar
sin descanso, abriendo negocios, reinventándose (como con los bares de tapas) y
con una entrega y humildad desconcertante. Parecen haberse dejado la ambición
enterrada en los cimientos de la gran muralla.
Claro está, hay ovejas negras que se lucran de manera
agresiva, al fin y al cabo no es más que una degradación de la sociedad
vertical en la que han vivido desde siempre, ese pueblo lleva ya algunos
milenios pagándole a algún señor.
Es tiempo de hacer un pequeño ejercicio de empatía con aquella
cultura. Sexo oriental para el cuerpo, ajedrez para la mente, estrategias
físicas e intelectuales, sugestiva combinación. Para ambos casos se puede
aplicar la frase de Confucio: “el hombre modélico no impone nada por la fuerza
sino con el ejemplo”.
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