Ahora que tan de moda están los selfies, aunque me sigan
dando cierta urticaria, debo admitir que, la que ilustra de manera simbólica
este texto, es, para mí, una de las fotos más deseadas cada año.
Las que me acompañan,
son parte de la nueva generación de golondrinas isleñas (hirundo rustica
isliae), como yo las llamo.
Agradecer aquí a los profesionales y amigos que tanto me han
enseñado de esta especie como Fernando Navarrete, Manuel Lobón, Juan Ramírez o
Miguel González con los que he tenido la suerte de compartir intensas horas de
observación y anillamiento de la especie.
Las golondrinas
llegan al barrio de mis padres puntuales. Cada año, entre el 3 y el 5 de febrero,
aparecen sus cantos y sus siluetas. Tras un largo invierno de silencio,
irrumpen en el vecindario y hacen suyos los patios, antenas, cables y
tendederos.
Radiantes de sol
africano, los adultos recién llegados, se entregan a sus tiernos cortejos primero
y a sus duras tareas maritales después, para traer, un par de meses después, otro
par de nuevas generaciones de golondrinas que harán de los patios traseros de
las casas un corrinche de alas y una algarabía de trinos.
A comienzos de junio, los padres parecen cansados y
satisfechos a partes iguales. Los pollos ganan fuerza e independencia a costa
de limar las rectrices, primarias y caudales de sus progenitores que cuando los
ven haciendo piruetas o intentando cantar, saben que ha merecido la pena.
La madre, cuando los pollos saltan del nido, los enseña a
dormir a cobijo, en el trastero de mi padre. Ella los acompaña los primeros días
y después se retira. Durante unas semanas, los pequeños vuelven solos a dormir
cada noche, y son capaces de quedarse impertérritos en el sitio aunque se cante
y baile bajo ellos (literal).
Lo llevan haciendo varios años. Conocedor de la corta vida
de la especie (dos/tres años a lo sumo), puedo ya decir que la considero ésta,
una costumbre aprendida y transmitida de manera intergeneracional. Como no
anillo a los pollos, es una teoría derivada de la costumbre conocida de la
especie de volver a criar al lugar donde nacieron. No faltan a su cita, cada
año, el lazo intergeneracional no se rompe y, ante todo, es una alegría
comprobar que los pollos nacidos en mi barrio son fuertes y vuelven a su lugar
de nacimiento tras haber pasado el invierno en algún lugar del África Subsahariana.
Llegan a comienzos de febrero, después del periodo de cría,
inician migración la tercera semana de julio. Quizás hoy mismo, o mañana, o
pasado. Cuando ellas decidan, porque ese es el maravilloso misterio que cada
año nos revelan. Cuando se active su reloj biológico, una mañana de éstas, en
vez de quedarse comiendo mosquitos y jugando en las traseras de las casas,
emprenderán un camino de miles de kilómetros atravesando bosques, desiertos y
brazos de mar, guiadas por una fuerza inexplicable, comandadas por el instinto
de supervivencia. Emprenderán vuelo. Un vuelo que los jóvenes harán por primera
vez, y por tanto hacia lo desconocido, su impulso, en todo caso, es
irrefrenable.
Algunas volverán en
febrero, las mejores o las que hayan tenido más suerte. Mientras tanto, mi
padre cuidará del trastero para que tengan seguro posadero cuando regresen.
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