Toda actividad orientada al público tiene que estar impregnada de la
vocación de servicio, es su ley básica de supervivencia en el libre mercado.
Si, además, se dirige al tiempo de ocio, la atención al cliente, ofrecer una
gran relación calidad/precio es el único canal que permite la viabilidad del
negocio.
Esta regla básica se rompe en demasiadas, demasiadas ocasiones en Isla
Cristina. No puede ser que, desde que tomen la comanda en el restaurante, hasta
que sirvan el primer plato transcurra una hora y veinte minutos. No puede ser
que el propietario de un servicio de restauración se queje de no haber tenido
tiempo para descansar y sentarse a comer a mediodía. No puede ser que, para
ayudar al camarero, el cliente tras esperar un rato, le lleve los cubiertos
usados a la barra y reciba un reproche porque se le está agobiando. No puede
ser que se equivoquen en la cuenta, quieran cobrar por exceso y se excusen de
que el responsable de la caja no recuerda bien los precios. No puede ser. Cada
suceso fue en un establecimiento diferente. Nada de esto tuvieron que contarme,
lo viví el domingo de cabalgata. Una jornada que tiene vocación de ser un
escaparate al visitante.
No puede ser que, a la vez, cada vez que tiene ocasión, la hostelería
isleña se queje a propios y extraños de la ausencia de público, que se queje de
falta de medidas de apoyo, se queje de que los clientes se van a otros lugares
y que el pueblo, expresión muy propia, "se quede muerto".
Es que el público puede tener paciencia, pero no es tonto y sabe
comparar, y a continuación, elige. Algunos que se piensan estupendos deberían
de hacer la prueba del cliente fantasma, muchos se sorprenderían de lo que
tienen que aguantar los que al final pagan la cuenta. Que visiten
lugares cercanos y comprueben la calidad de la cocina, el acondicionamiento del
local, el trato, educación, idiomas de las personas que atienden, que valoren
todo eso cuando, al final llega el ticket.
El cliente, afortunadamente, puede elegir y si no nos escogen, es
necesario preguntarse por qué. Y no vale como opción considerar que el mal está
siempre fuera. Tenemos que reconocerlo, la hostelería isleña tiene serias
carencias: de originalidad, de calidad del servicio, de profesionalidad, de
gerencia. Montar un bar es algo más que ponerle una barra y sillas a un
local disponible y esperar que la gente entre.
Asegurar la calidad del establecimiento de hostelería tiene
fundamentales beneficios: fidelizan la clientela, favorece el boca-oreja,
estimula el consumo, mejora la imagen del destino, potencia las campañas
públicas de turismo. Hacerlo bien genera empleo y riqueza.
Los clientes también tienen que asumir su parte de responsabilidad. En
primera instancia ser educados y respetuosos, es lo mínimo. A continuación, manifestar
educadamente el descontento, denunciar el abuso, poner hojas de reclamaciones
si es necesario, en la UE es práctica habitual, dejemos de ser complacientes
con los fulleros que se visten de profesionales. También el cliente tiene que
premiar el buen establecimiento con la fidelidad, felicitar públicamente,
aconsejar los lugares que merece la pena.
Si queremos que el turismo sea fuente de riqueza para Isla Cristina en
los próximos años, hay que espabilarse, ya.
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